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jueves, 1 de marzo de 2012

PERVIVENCIA DE LA CULTURA CLÁSICA

                                                               Raíces clásicas de la cultura europea
“Clásico” en sentido etimológico significa “de primera clase”. En Roma, se aplicaba a los pertenecientes a la clase social más adinerada.

Después se aplicó en el terreno literario a los autores más sobresalientes, considerados por ello dignos de imitación.

En conjunto se designa así a los autores latinos del siglo I a. C., época clásica por excelencia de la cultura romana, su siglo de oro.
Desde finales del mundo antiguo, el adjetivo clásico, con sus valores de “modélico” y “permanente”, se ha convertido, por extensión, en sinónimo de grecorromano. Así se habla de lenguas clásicas, arte clásico, cultura clásica.
En todas las épocas de la historia europea, la cultura grecorromana ha sido continuamente estudiada e imitada, y va a ser el modelo que se sigue en cuanto a  temas, estilos, técnicas, ideas, etc. sobre todo a partir del Renacimiento, en que precisamente el descubrimiento del mundo clásico, su literatura, su arte, su pensamiento, marcó para siempre el carácter, las señas de identidad de esa cultura europea convertida luego, por expansión, en “occidental”.
Vías de transmisión
La influencia del mundo clásico se ha mantenido permanentemente activa a través del propio lenguaje.
En el caso de la cultura romana, por la continuidad del latín en las lenguas románicas  y por la abundancia de latinismos en el nivel culto de las que no lo son. La influencia griega se ha mantenido, sobre todo, a través del lenguaje político, filosófico y científico.
Por encima de todo, la gran vía de transmisión de la cultura clásica ha sido la pervivencia de las riquísimas literaturas griega y romana. La literatura es su principal legado, entendiendo por literatura, todas las ramas del saber: filosofía, historia, geografía, ciencias de la naturaleza, matemáticas, derecho, arquitectura, medicina, etc.
La cultura de griegos y romanos no desapareció con el fin del mundo antiguo gracias a la conservación de su literatura, por lo menos de parte de ella.
La edición de libros en Grecia y Roma
La literatura precristiana, es decir, la literatura clásica grecorromana en sentido estricto, empleó como soporte un material muy frágil: el papiro. Sobre la tira de papiro, llamada charta, escribían con tinta negra, fabricada a base de hollín y con un trozo de caña, calamus, que tenía un extremo cortado en bisel.
Los utensilios más habituales que utilizaba el copista eran: penna (la pluma o péñola), rasorium o cultellum (raspador) y atramentum (tinta).
La técnica empleada era sujetar la pluma  con la mano derecha y el raspador con la izquierda, que le servía tanto para corregir los errores en la escritura como para subsanar las irregularidades (arrugas, desperfectos) del pergamino.
En este período solo se utilizaba la letra mayúscula. La letra minúscula no se empezó a utilizar hasta una época tardía con la literatura cristiana y la sustitución del papiro por el pergamino y no se generalizó hasta la Edad Media.
A medida que se iba escribiendo, se enrollaba la parte escrita con la mano izquierda de manera que, al final, el “libro” tenía la forma de un rollo. Para leer la obra, se iba desenrollando el manuscrito con la mano derecha. Los rollos solían ser protegidos por una funda de cuero y guardados en cajas cilíndricas (capsa), pues era un material que se rompía fácilmente.
La edición de libros era toda una industria: fabricación de la charta, realización a mano en talleres de esclavos especializados y venta posterior en librerías  (tabernas librarias).
El libro en la antigüedad
El libro tal y como lo entendemos, no aparece en Occidente hasta el siglo I y no se generaliza hasta el Bajo Imperio con la literatura cristiana.
Recibían el nombre de códices. Sus hojas estaban hechas con piel de cordero, cabrito o ternero, adelgazada y recortada en diferentes tamaños, según el carácter de la obra.
A este material se le llama pergamino, porque se había inventado siglos atrás en la ciudad de Pérgamo, en la actual Turquía.
Se trataba de un material caro y escaso, por lo que las copias de las obras eran muy pocas, excepto las de los autores más importantes, como Homero y Virgilio.
Con frecuencia las hojas se reaprovechan para escribir otras tras raspar lo escrito. Estos códices reaprovechados se denominan palimpsesto. Así se supone que se perdieron muchas obras.
Los monjes copistas
El legado literario-cultural romano se salvó, tras la ocupación del Imperio de Occidente por los distintos pueblos bárbaros, gracias a la intervención de los monjes de los monasterios medievales, especialmente durante la Alta Edad Media ( siglos VIII-XII). Sin estas obras, nuestra cultura no habría sido tal y como la conocemos, sino totalmente distinta.
En unos pocos monasterios, en lugares remotos de la nueva Europa que estaba naciendo, un puñado de hombres cultos se dedicaron pacientemente a copiar los manuscritos salvados de la destrucción.
Un copista experimentado era capaz de escribir de dos a tres folios por día. Escribir un manuscrito completo ocupaba varios meses de trabajo. Esto sólo en lo que se refiere a la escritura del libro, que posteriormente habían de ilustrar los iluminadores, o encargados de dibujar las miniaturas e iniciales miniadas (de minium, en latín, sustancia que producía el color rojo de la tinta, el más habitual en estas ilustraciones), en los espacios en blanco que dejaba el copista.
Era un trabajo ingrato, que obligaba a forzar la vista, debido a la luz pobre que en general penetraba en los monasterios medievales.
En los primeros siglos, donde más floreció la cultura monástica y, como consecuencia, donde más se preocuparon de la copia de antiguos códices fue Irlanda e Inglaterra. Los monjes irlandeses e ingleses, a partir del siglo VII, se dedicaron a fundar monasterios también en el continente, multiplicando así el número de copistas.
Las bibliotecas  monacales
Los monasterios fueron los focos culturales de la Edad Media. En los grandes monasterios medievales había una biblioteca, surtida principalmente con libros religiosos, donde los monjes se dedicaban al estudio y a la copia de libros.
Pero estas bibliotecas  albergaban también obras clásicas de filosofía, derecho, retórica, medicina e incluso de literatura en sentido estricto, en especial la de aquellos autores que se empleaban para el aprendizaje del latín culto en la escuela de los propios monasterios. En estas bibliotecas ya estaba en el siglo IX la práctica totalidad de las obras de la literatura  clásica romana que hoy conocemos.
Para enriquecer sus fondos, los monasterios acudían  a los intercambios o préstamos temporales. Las obras prestadas eran copiadas por los monjes especialistas, que trabajaban en una pequeña sala (scriptorium) aneja a la biblioteca.
Materiales y técnicas

Los copistas escribían sobre el pergamino con el calamus o con una pluma de ave cortada de la misma manera. Para que las líneas les salieran derechas, trazaban primero con un carboncillo los márgenes y las rayas sobre las que iban reproduciendo el texto con tinta negra.
Un trabajo minucioso
Los copistas eran escogidos entre los monjes más cultos, de manera que no solo cuidaban la caligrafía, sino que se preocupaban de enmendar los errores.

Normalmente trabajaban cada uno en un libro, durante meses, en condiciones muy duras: frío, poca luz, pupitres incómodos, mala calidad del original, horas intempestivas…

Cuando al monasterio le interesaba y se podía permitir hacer varias copias de la misma obra, un monje leía y los demás copiaban.

 Ellos mismos se encargaban de la confección de los códices, que cada vez estuvieron mejor encuadernados y, sobre todo, mejor ilustrados.

Capitulares y miniaturas
Los copistas solían adornar las letras que encabezaban los diferentes capítulos. Las ilustraciones se denominan miniaturas y llegaron a ser de una riqueza, belleza y expresividad asombrosas. Podían aparecer en los márgenes o llenar incluso páginas enteras.
Solían estar hechas a todo color, aunque predominaba el rojo, realizado a base de polvo de minio, de ahí el nombre de estos adornos, y en los libros más lujosos no faltaban láminas de plata y oro.
 Constituyen una de las manifestaciones más deslumbrantes del arte medieval y una de las fuentes más importantes para conocer su mundo imaginario y, al mismo tiempo, su vida cotidiana.
 En algunos casos, son mucho más interesantes que el contenido del texto como, por ejemplo, las copias hechas en España del comentario sobre el Apocalipsis de san Juan escrito por el Beato de Liébana, los famosísimos Beatos.