Vistas de página en total

lunes, 2 de julio de 2012


LUCIO JUNIO BRUTO – LUCRECIA – DESTIERRO DE TARQUINIO

Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación, libro I, cap. 56-60.

Traducción: José Antonio Villar Vidal, Ed. Gredos. Madrid 1997.

Cuando [Tarquinio] traía entre manos estos proyectos, fue visto un prodigio terrible: una serpiente se deslizó desde una columna de madera y provocó pánico y carreras en el palacio, y al propio rey más que sobrecogerle el ánimo de súbito terror, se lo llenó de angustiosa preocupación. Por eso, aunque para los prodigios públicos se recurría únicamente a los adivinos etruscos, aterrado por aquella visión que parecía referirse a su familia, decidió enviar a consultar al oráculo de Delfos, el más famoso del mundo. Y como no se atrevía a confiar a ningún otro la respuesta del oráculo, envió a sus dos hijos a Grecia por tierras entonces desconocidas y por mares aún más desconocidos.

Tito y Arrunte partieron; les fue adscrito como acompañante Lucio Junio Bruto, hijo de Tarquinia,hermana del rey, un joven de carácter muy distinto al que aparentaba. Éste, cuando supo que losciudadanos principales, y entre ellos su hermano, habían sido muertos por su tío materno,resolvió no dar al rey motivo de temor por su manera de ser, ni motivo de ambición por su fortuna, y basar su seguridad en ser despreciable, dado que la justicia no suponía una gran protección. Con toda intención, por consiguiente, se dedicó a parecer tonto, dejó que el rey dispusiera de su persona y de sus bienes, ni siquiera rechazó el sobrenombre de Bruto: encubierto bajo tal apelativo aquel libertador del pueblo romano, aquel valiente desconocido, aguardaba su hora. Fue a él a quien los Tarquinios llevaron a Delfos en aquella ocasión, más como diversión que como compañero; dicen que llevó como ofrenda a Apolo un bastón de oro envainado en un bastón de cornejo vaciado con este objeto, como símbolo con los rodeos de su propia personalidad.

Una vez en Delfos, después de cumplir el encargo de su padre, los jóvenes tuvieron deseos de averiguar en cuál de ellos recaería el trono de Roma. Dicen que de las profundidades de la gruta una voz respondió: «El poder supremo de Roma lo tendrá aquel de vosotros, jóvenes, que primero dé un beso a su madre.»
Los Tarquinios, para que Sexto, que había quedado en Roma, no se enterase del oráculo y quedase descartado del poder, conminan a que el hecho se mantenga rigurosamente en secreto; dejan al azar cuál de ellos al regresar a Roma daría primero un beso a su madre. Bruto, comprendiendo que las palabras píticas tenían otro sentido, simuló perder el equilibrio a consecuencia de un resbalón y rozó con sus labios la tierra, porque ésta, evidentemente, es la madre común del género humano. Después, regresaron a Roma, donde se estaba poniendo gran empeño en la preparación de una guerra contra los rútulos.

Ardea pertenecía a los rútulos, pueblo de riqueza pujante para el país y la época de que se trataba; y la causa de la guerra fue, precisamente, que el rey de Roma tenía el afán de enriquecerse él, arruinado por la magnificencia de las obras públicas, y de aplacar con el atractivo del botín los ánimos de la población, que además de estar en contra del rey por la soberbia de que daba muestras en todas sus otras cosas, estaba indignada por haber sido empleada tan largo tiempo por el rey en tareas de obreros y en trabajo de esclavos.

Se hizo una tentativa a ver si se podía tomar Ardea al primer asalto: como esto no dio resultado, se trató de reducir al enemigo sitiándolo y abriendo trincheras. En los cuarteles de asedio, como suele ocurrir en las operaciones bélicas prolongadas más que intensivas, los permisos se daban con bastante facilidad, más sin embargo a los oficiales que a la tropa; por lo que respecta a los jóvenes hijos del rey, mataban a veces el tiempo reuniéndose en festines y francachelas.

Un día en que estaban éstos bebiendo en la tienda de Sexto Tarquinio, en una cena en la que participaba también Tarquinio Colatino, hijo de Egerio, recayó la conversación sobre sus «esposas». Cada uno ponía por las nubes a la suya; enseguida se acalora la discusión y Colatino dice que no hay por qué seguir discutiendo, que en cuestión de horas se puede comprobar cuánto aventaja su Lucrecia a lasdemás: «Dado que somos jóvenes y fuertes, ¿por qué no montamos a caballo y vamos a cerciorarnos personalmente del comportamiento de nuestras mujeres? Que cada uno dé un valor definitivo a lo que vea con sus propios ojos ante la llegada inesperada del marido.» El vino los había encendido. «¡Vamos ya!», dicen todos; a galope tendido vuelan a Roma.

Llegan al empezar a oscurecer; continúan hasta llegar a Colacia, y allí encuentran a Lucrecia, no como a las nueras del rey, a las que habían visto entreteniendo el tiempo con sus amigas en un suntuoso banquete, sino trabajando la lana bien entrada la noche sentada en medio de su casa rodeada por sus esclavas también en vela. Lucrecia se llevó la palma en aquella lo disputa acerca de las mujeres. La llegada de su esposo y de los Tarquinios fue recibida con afabilidad. El marido ganador tiene la cortesía de invitar a los jóvenes príncipes. Entonces se apodera de Sexto Tarquinio el deseo funesto de poseer por la fuerza a Lucrecia, seducido por su belleza unida a su recato ejemplar. Por fin, después de una noche de entretenimientos propios de la juventud, regresan al campamento.

Pasados algunos días, Sexto Tarquinio, a espaldas de Colatino, vuelve a Colacia con un solo acompañante. Ajenos a sus propósitos, lo recibieron atentamente; después de la cena fue conducido al aposento de los huéspedes. Encendido por la pasión, cuando le pareció que en torno suyo todo estaba tranquilo y que todos estaban dormidos, desenvainó la espada, se acercó a Lucrecia, que estaba dormida, y apretando el pecho con la mano izquierda le dice: «Silencio, Lucrecia ; soy Sexto Tarquinio; estoy empuñando la espada; si das una voz, te mato.» Al despertar despavorida la mujer, se vio sin ayuda alguna y al borde de   una muerte inminente; entretanto, Tarquinio le confesaba su amor, suplicaba, alternaba amenazas y súplicas, trataba por todos los medios de doblegar la voluntad de la mujer. Al verla firme y sin ceder ni siquiera ante el miedo a morir, acentúa su miedo con la amenaza del deshonor: le dice que junto a su cadáver colocará el de un esclavo degollado y desnudo, para que se diga que ha sido muerta endegradante adulterio. El miedo a tal deshonor doblegó aquella virtud inquebrantable y Tarquinio, como si hubiese sido la pasión la que había salido triunfante, se marchó orgulloso de haber arrebatado el honor a una mujer.

Lucrecia, abatida por tan tremenda desdicha, envía a un mismo mensajero a su padre a Roma y a su marido a Ardea a decirles que vengan cada uno con un amigo de su confianza, que es preciso actuar inmediatamente, que ha ocurrido algo horrible. Espurio Lucrecio acude con Publio Valerio, hijo de Voleso, y Colatino con Lucio Junio Bruto, con el que casualmente volvía a Roma cuando encontró al emisario de su mujer. Encuentran a Lucrecia sentada en su aposento, sumida en  el
abatimiento. Al llegar los suyos, rompió a llorar y, al preguntarle su esposo: «¿Estás bien?», contestó: «No. ¿Cómo puede estar bien una mujer que ha perdido el honor? Colatino, hay huellas de otro hombre en tu lecho; ahora bien, únicamente mi cuerpo ha sido violado, mi voluntad es inocente; mi muerte te dará fe de ello. Pero dadme la diestra y la palabra de que el culpable no quedará sin castigo. Es Sexto Tarquinio el que, comportándose como un enemigo en lugar de como un huésped, la pasada noche vino aquí a robar, armado y por la fuerza, un placer funesto para mí, y para él si vosotros sois hombres.»

Todos dan su palabra, uno tras otro; tratan de mitigar su interno dolor responsabilizando de la culpa al autor del atropello, y no a la que se ha visto forzada: que es la voluntad la que comete falta, no el cuerpo, y no hay culpa donde no ha habido intencionalidad. «Vosotros veréis — responde— cuál es su merecido; por mi parte, aunque me absuelvo de culpa, no me eximo de castigo; en adelante ninguna mujer deshonrada tomará a Lucrecia como ejemplo para seguir con vida.» Se clavó en el corazón un cuchillo que tenía oculto entre sus ropas, y doblándose sobre su herida se desplomó moribunda, entre los gritos de su marido y de su padre. Bruto, mientras ellos están entregados a su dolor, extrae el cuchillo de la herida de Lucrecia y sosteniéndolo en alto goteando sangre, dice: «Por esta sangre tan casta antes del ultraje del hijo del rey, juro, y os pongo a vosotros, dioses, por testigos, que yo perseguiré a Lucio Tarquinio el Soberbio, a su criminal esposa y a toda su descendencia a sangre y fuego y con todos los medios que en adelante estén en mi mano, y no consentiré que ellos ni ningún otro reinen en Roma.» Acto seguido, entrega el cuchillo a Colatino, después a Lucrecio y a Valerio, estupefactos ante lo extraordinario de un comportamiento que revela unas cualidades inesperadas en el alma de Bruto. Juran como se les había pedido; se transforma por completo en ira su dolor, y siguen como jefe a Bruto que los concita a empezar desde ese instante la liquidación de la realeza. Sacan de la casa el cadáver de Lucrecia  y lo llevan al foro, y la natural sorpresa ante el inesperado acontecimiento
y la indignación amotinan a la gente. Uno por uno reprueban la criminal violencia del hijo  del rey. Hace mella en ellos, por una parte, el desconsuelo del padre y, por otra, Bruto, que recrimina los llantos y lamentaciones inútiles y propone tomar las armas, como corresponde a verdaderos hombres, a verdaderos romanos, contra quienes se han atrevido a actuar como enemigos. Los jóvenes más decididos se presentan espontáneamente, armados; los sigue, igualmente, el resto de la juventud. Le dejan al padre una guarnición, montan vigilancia para que nadie pueda llevar a la familia real la noticia del levantamiento, y los demás con sus armas marchan a Roma, con Bruto a la cabeza.

Al llegar allí, por donde pasa aquella multitud armada siembra el pánico y la confusión; después, al ver que marcha en cabeza lo más relevante de la ciudadanía, piensan que, sea lo que sea, obedecerá a una razón. No es menor en Roma la conmoción que provoca aquel crimen horrible que la que había provocado en Colacia; por eso, desde todos los rincones de la ciudad se acude corriendo al foro. Cuando fueron llegando allí, un pregonero convocó al pueblo ante el tribuno de los céleres, magistratura que precisamente desempeñaba entonces Bruto. Pronunció allí un discurso que nada tenía que ver con los sentimientos y el carácter que hasta aquel día había aparentado; habló de la pasión brutal de Sexto Tarquinio, de la execrable violación de Lucrecia y de su lastimosa muerte, de la soledad de Tricipitino, para el cual más indignante y deplorable que la muerte de su hija era la causa de esa muerte.

Habló, después, de la soberbia del propio rey, y de las miserias y trabajos de la plebe, inmersa en fosas y vaciado de cloacas: ¡los hombres de Roma, vencedores de todos los pueblos del entorno, se habían convertido de guerreros en obreros y picapedreros! Rememoró la afrentosa muerte del rey Servio Tulio y la impiedad de la hija, que lanzó su carro sobre el cadáver de su padre, e invocó a los dioses vengadores de los padres. Recordando estos hechos y supongo que otros más atroces que sugiere la indignación en el momento de su mayor intensidad, cuyo relato en detalle no es fácil para el historiador, impulsó a la enardecida multitud a quitar el poder al rey y mandar al exilio a Lucio Tarquinio, a su mujer y a sus hijos. Bruto, una vez alistados y armados los más jóvenes de los que se presentaban voluntarios, marchó inmediatamente al campamento de Ardea a sublevar al ejército contra el rey; deja el mando de Roma a Lucrecio, nombrado con anterioridad prefecto de la ciudad por el rey. En medio de aquel revuelo, Tulia huyó del palacio y, a su paso, hombres y mujeres la maldecían e invocaban a las furias vengadoras de los padres. Recibida en el campamento la noticia de estos acontecimientos, el rey, alarmado por la revuelta, marchó a Roma a reprimir la sublevación; Bruto, que se había apercibido de su venida, dio un rodeo para no encontrarse con él y, casi al mismo tiempo, por caminos diferentes, llegaron Bruto a Ardea y Tarquinio a Roma. A Tarquinio se le cerraron las puertas y se le notificó el destierro; al libertador de Roma lo recibieron con alborozo en el campamento, y los hijos del rey fueron expulsados. Dos de ellos siguieron a su padre al destierro a Cere, en Etruria; Sexto Tarquinio, que se marchó a Gabios como quien se dirige a su propio reino, fue muerto en venganza por los antiguos odios que él mismo había suscitado contra su persona con sus asesinatos y rapiñas. Lucio Tarquinio el Soberbio reinó veinticinco años. La monarquía duró en Roma, desde la fundación de la ciudad hasta su liberación, doscientos cuarenta y cuatro años. A continuación se nombraron dos cónsules en los  comicios por centurias convocados por el   prefecto de la ciudad de
acuerdo con las normas de Servio Tulio: Lucio Junio Bruto y Lucio Tarquinio Colatino.


Preguntas sobre el texto

1.       ¿ Por qué Tarquinio tiene que hacer una consulta a Delfos e no acude a los adivinos etruscos?

2.       ¿Quién foi el acompañante de los hijos del rey a Delfos? Describe la personalidade de este hombre y a qué era debida su prudencia?

3.       ¿Cuál fue la respuesta del oráculo y cómo se hizo realidad?

4.       Describe el cassus belli de la guerra contra Ardea.

5.       Quién y cuándo discutenpor el comportamiento de sus mujeres? ¿Qué decisión toman para acabar con la discusión?

6.       ¿Cuál fue el resultado de la investigación? Qué efectos porvoca en el hijo del rey?

7.       ¿Cómoconsigue Sexto sus propósitos frente a la oposición de Lucrecia?

8.       ¿Cuál fue la reacción de Lucrecia después de estos hechos?

9.       ¿Quién fue el líder de la revuelta contra los Tarquinios y cuáles sus planes más inmediatos?

10.    ¿Qué argumentos usó en su discurso ante el pueblo de Roma?

11.    ¿Cómo acaba esta historia para los Tarquinuis y para Bruto? ¿Qué nuevo período se abre en la historia de Roma?




No hay comentarios:

Publicar un comentario